por Sugel Michelén
Pienso que no hay que ser muy observador para darse cuenta de que hay algo que no anda bien en el mundo. Y no me refiero únicamente a las guerras, o a la amenaza del terrorismo, o a la recesión económica mundial; me refiero al hecho de que hay algo en el ser humano individual que no permite que este mundo sea un lugar seguro en el cual vivir.
Es muy fácil enfocarse en los problemas globales y perder de vista al individuo. Pero lo cierto es que el mundo está como está porque hay un problema en el hombre, un problema que debe ser atacado en su misma raíz para que podamos funcionar como se supone que debemos funcionar en todas nuestras relaciones interpersonales.
Alguien pudiera decir que ese problema es el pecado; y tendría toda la razón. Pero si pudiéramos descomponer el pecado en sus ingredientes fundamentales, seguramente nos encontraremos con dos cosas: orgullo y egoísmo. Somos egoístas y somos orgullosos. Ese es el gran problema humano.
Pero si nos acercamos todavía un poco más a examinar estos dos ingredientes fundamentales que conforman el pecado, nos vamos a dar cuenta que están tan relacionados el uno con el otro que difícilmente podemos diferenciarlos. Somos egoístas porque somos orgullosos. Queremos que el mundo gire en torno a nosotros porque el orgullo nos hace creer que en realidad somos el centro del universo. No importa si se trata de una guerra entre naciones, o de un conflicto interracial, o simplemente de un problema familiar: la fuente de donde surgen es el orgullo.
El orgullo ha convertido al hombre en un ser peligroso para sus semejantes. Pero lo que es todavía más crucial, el orgullo es lo que se interpone entre el hombre y el Dios que lo creó para Su gloria. Fue por medio del orgullo que Satanás tentó a nuestros primeros padres en el huerto del Edén, al venderles la idea de que si se independizaban de Dios y decidían irse en contra de Su voluntad serían como Él. El hombre se rebeló contra Dios queriendo estar a la par con Él.
Pero tan pronto el pecado se introdujo en el mundo, Dios anunció un plan de salvación que tendría como centro la persona y la obra de Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo (Gn. 3:15). Ese es el mensaje del evangelio: Que Dios no dejó al hombre en el estado que cayó por causa de su orgullo y rebeldía, sino que decidió asumir nuestra culpa en la muerte de Jesús en la cruz del calvario.
Y así como el orgullo es el elemento fundamental de toda conducta pecaminosa, así también es la humildad la virtud esencial de todo aquel que ha recibido el beneficio de ese plan de salvación que Dios ofrece por gracia, por medio de la fe. Como bien señala William Farley, Dios diseñó el evangelio para producir humildad en el corazón humano. Sin humildad no hay salvación. Nadie podrá disfrutar de los beneficios de la obra redentora de Cristo hasta que reconozca su pecado y su impotencia, y venga humillado a los pies del Señor clamando por misericordia.
Pero eso es apenas el comienzo. Esa vida cristiana que se inicia con un acto de humillación, se fortalece y fructifica exactamente como empezó. Crecemos en santidad y fructificamos como cristianos, en la misma medida en que crecemos en humildad. Si fallamos en priorizar la humildad – sigue diciendo William Farley – “empobreceremos nuestros esfuerzos evangelísticos, retardaremos nuestro crecimiento en piedad e impediremos la efectividad de nuestros ministerios”. Y luego añade que “la iglesia estará más capacitada para cumplir con el propósito asignado por Dios para ella, cuando predique el evangelio de tal manera que produzca una fe que humille tanto al pecador como a los santos”.
Lamentablemente, mucho de lo que se predica en los púlpitos de hoy, antes que atacar de raíz el mal del orgullo, lo reafirma, colocando al hombre y sus necesidades por encima de la gloria de Dios. Y ni hablar del “evangelio” de la prosperidad (si es que tal adefesio puede llamarse “evangelio”), que presenta a Dios como nuestro siervo para darnos todo lo que necesitamos para una vida cómoda y placentera.
Si hay algo que la iglesia de nuestra generación necesita con urgencia es volver a colocar el evangelio de Cristo en el centro de Su ministerio. Pero seguiremos hablando de esto en las próximas entradas. Mientras, aprecio los comentarios que puedan enriquecer esta entrada.
Fuente: www.todopensamientocautivo.com
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