miércoles, 29 de agosto de 2012

La santificación - Sus evidencias (3ra parte)

Este es el tercer post acerca de este tema vital.
En esta entrada J. C. Ryle continúa desarrollándolo, y aquí nombra las evidencias de la obra santificadora del Espíritu en la vida de una persona.

Hemos de estar de acuerdo en que la verdadera santificación es algo que se puede ver. Entonces, ¿Cuáles son las señales visibles de una obra de santificación?

Evidencias de la santificación

 Esta otra parte del tema es amplia y a la par difícil. Amplia, por cuanto exigiría hiciéramos mención de toda una serie de detalles y consideraciones que me temo van más allá de los horizontes de este escrito; y difícil, por cuanto no podemos desarrollarla sin herir la susceptibilidad y creencias de algunas personas. Pero sea cual fuere el riesgo, la verdad ha de ser dicha; y especialmente en nuestro tiempo, la verdad sobre la doctrina de la santificación ha de hacerse sonar.

La verdadera santificación no consiste en un mero hablar sobre religión

No nos olvidemos de esto. Hay un gran número de personas que han oído tantas veces la predicación del Evangelio, que han contraído una familiaridad poco santa con sus palabras y sus frases, e incluso hablan con tanta frecuencia sobre las doctrinas del Evangelio como para hacernos creer que son cristianos. A veces hasta resulta nauseabundo y en extremo desagradable el oír cómo la gente se expresa en un lenguaje frío y petulante sobre “la conversión, el Salvador, el Evangelio, la paz espiritual, la gracia, etc.”, mientras de una manera notoria sirve al pecado o vive para el mundo. No podemos dudar de que este hablar sea abominable a los oídos de Dios, y no es mejor que blasfemar, maldecir y tomar el nombre de Dios en vano. No es sólo con la lengua que debemos servir a Cristo. Dios no quiere que los creyentes sean meros tubos vacíos, metal que resuena, o címbalo que retiñe; debemos ser santificados, “no sólo en palabra y en lengua, sino en obra y en verdad” (1 Jn. 3.18).


La verdadera santificación no consiste en sentimientos religiosos pasajeros

Unas palabras de aviso sobre este punto son muy necesarias. Los cultos y reuniones de avivamiento cautivan la atención de la gente y dan pie a un gran sensacionalismo. Parece ser que algunas iglesias que hasta ahora estaban más o menos dormidas despiertan como resultado de estas reuniones, y demos gracias al Señor de que sea así. Pero junto con las ventajas, estas reuniones y corrientes avivacionistas encierran grandes peligros.
No olvidemos que allí donde se siembra la buena semilla, Satanás siembra también cizaña. Son muchos los que, aparentemente, han sido alcanzados por la predicación del Evangelio y cuyos sentimientos han sido despertados pero sus corazones no han sido cambiados. Lo que en realidad suele tener lugar no es más que un emocionalismo vulgar que se produce con el contagio de las lágrimas y emociones de los otros. Las heridas espirituales que así se producen no son leves, y la paz que se profesa no tiene raíces ni profundidad. Al igual que los de corazón pedregoso, estos oyentes reciben la Palabra con gozo (Mt. 13.20), pero después de poco tiempo la olvidan y vuelven al mundo; llegan a ser más duros y peores que antes. Son como la calabaza de Jonás: brotan en menos de una noche, para secarse también en menos de una noche. No nos olvidemos de estas cosas. Vayamos con mucho cuidado, no sea que curemos livianamente las heridas espirituales diciendo, “Paz, paz”, donde no hay paz. Esforcémonos en persuadir a los que muestran interés por las cosas del Evangelio a que no se contenten con nada que no sea la obra sólida, profunda y santificadora del Espíritu Santo. Los resultados de una falsa exitación religiosa son terribles para el alma. Cuando en el calor de una reunión de avivamiento Satanás ha sido lanzado fuera del corazón por sólo unos momentos o por un tiempo muy corto, no tarda en volver de nuevo a su casa, y el estado postrero de la persona es mucho peor que el primero. Es mil veces mejor empezar despacio y continuar firmemente en la Palabra, que empezar a toda velocidad, sin medir el costo para luego, como la mujer de Lot, mirar hacia atrás y volver al mundo.
Cuán peligroso resulta para el alma el tomar los sentimientos y emociones experimentados en ciertas reuniones como evidencia segura de un nuevo nacimiento y de una obra de santificación. No conozco ningún peligro mayor para el alma.

La verdadera santificación no consiste en un mero formalismo y devoción externa

¡Cuán terrible es esta ilusión! Y por desgracia, ¡cuán común también! Miles y miles de personas se imaginan que la verdadera santidad consisten en la cantidad y abundancia de los elementos externos de la religión: en una asistencia rigurosa a los servicios de la iglesia, la recepción de la Cena del Señor, la observancia de las fiestas religiosas, la participación en un culto litúrgico elaborado, la auto-imposición de austeridad y abnegación en pequeñas cosas, una manera peculiar de vestir, etc., etc.
Muy posiblemente algunas personas hacen estas cosas por motivos de conciencia, y realmente creen que con ello benefician a sus almas, pero en la mayoríade los casos esta religiosidad externa no es más que un sustituto de la santidad.

La santificación no consiste en un abandono del mundo y de las obligaciones sociales

Con el correr de los siglos han sido muchos los que han caído en esta trampa en sus intentos de buscar la santidad. Cientos de ermitaños se han enterrado en algún desierto, y miles de hombres y mujeres se han encerrado entre las paredes de monasterios y conventos, movidos por la vana idea de que de esta manera escaparían del pecado y conseguirían la santidad. Se olvidaron de que ni las cerraduras, ni las paredes pueden mantener afuera al diablo y que allí donde vayamos llevamos en nuestro corazón la raíz del mal.
El camino de la santificación no consiste en hacerse monje, o monja, o miembro de la Casa de Misericordia. La verdadera santidad no aísla al creyente de las dificultades y las tentaciones, sino que hace que éste les haga frente y las supere. La gracia de Cristo en el creyente no lo convierte en una planta de invernadero, que sólo puede desarrollarse bajo abrigo y protección, sino que es algo fuerte y vigoroso que puede florecer en medio de cualquier relación social y medio de vida.
Es esencial a la santificación el que nosotros desempeñemos nuestras obligaciones allí donde Dios nos ha puesto, como la sal en medio de la corrupción y la luz en medio de las tinieblas. No es el hombre que se esconde en una cueva, sino el hombre que glorifica a Dios como amo o sirviente, como padre o hijo, en la familia o en la calle, en el negocio o en el colegio, el que responde al tipo bíblico del hombre santificado. Nuestro Maestro dijo en su última oración:

“No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal”  Juan 17.15

La santificación no consiste en hacer buenas obras de vez en cuando

La santificación es un nuevo comienzo celestial en el creyente que hace que éste manifieste las evidencias de un llamamiento santo, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes de su conducta diaria. Este principio ha sido implantado en el corazón y se deja sentir en todo el ser y conducta del creyente. No es como una bomba que sólo saca agua cuando se la acciona desde afuera, sino como una fuente intermitente cuyo caudal fluye espontánea y naturalmente.
El rey Herodes, cuando oyó a Juan el Bautista, “hizo muchas cosas”, pero su corazón no era recto delante de Dios (Mr. 6.20). Así sucede con mucha personas que parecen tener ataques espasmódicos de “bondad” como resultado de alguna enfermedad, prueba, fallecimiento en la familia, calamidades públicas o en medio de una relativa calma de conciencia. Sin embargo tales personas no son convertidas, y nada saben de lo que es la santificación. El verdadero santo, como lo era Ezequías con todo su corazón, dice con el salmista:

“De tus mandamientos he adquirido inteligencia; por tanto, he aborrecido todo camino de mentira” (2 Cr. 31.21; Sal. 119.104).

Una santificación genuina se evidenciará en un respeto habitual a la ley de Dios…

… y en un esfuerzo continuo por obedecerla como regla de vida. ¡Qué gran error es el de aquellos que suponen que, puesto que los Diez Mandamientos y la Ley no pueden justificar al alma, no es importante observarlos! El mismo Espíritu Santo que le ha dado al creyente convicción de pecado a través de la ley, y lo ha llevado a Cristo para justificación, es el que le guiará en el uso espiritual de la ley como modelo de vida en sus deseos de santificación. El Señor Jesús nunca relegó los Diez Mandamientos a un plano de insignificancia, sino que, por el contrario, en su primer discurso público (El Sermón del Monte) los desarrolló, y puso de manifiesto el carácter relevante de sus requerimientos. San Pablo tampoco relegó la ley a la insignificancia. “Pero sabemos que la ley es buena, si uno la usa legítimamente”, “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (1 Ti. 1.8; Ro. 7.22).
Si alguien pretende ser un santo y mira con desprecio los Diez Mandamientos, y no le importa mentir, ser hipócrita, estafar, insultar y levantar falso testimonio, emborracharse, traspasar el séptimo mandamiento, etc., en realidad se engaña terriblemente; y en el día del juicio le será imposible probar que fue un “santo”.

La verdadera santificación se mostrará en un esfuerzo continuo por hacer la voluntad de Cristo y vivir a la luz de sus preceptos prácticos

Estos preceptos se encuentran esparcidos en las páginas de los Evangelios, pero especialmente en el Sermón del Monte. Si alguien se imagina que Jesús los pronunció sin el propósito de promover la santidad del creyente se equivoca lamentablemente. Y cuán triste es oir a ciertas personas hablar del ministerio de Jesús sobre la tierra diciendo que lo único que el Maestro enseñó fue doctrina y que delegó en otros la enseñanza de las obligaciones prácticas. Un conocimiento superficial de los Evangelios bastará para convencer a la gente de cuán errónea es esta noción.
En las enseñanzas de nuestro Señor se destaca de una manera muy prominente lo que sus discípulos deben ser y lo que han de hacer; y una persona verdaderamente santificada nunca se olvidará de esto, pues sirve a un Señor que dijo: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15.14).

La verdadera santificación se mostrará en un esfuerzo continuo por alcanzar el nivel espiritual que San Pablo establece para las iglesias

Podemos encontrar este nivel o norma espiritual en los últimos capítulos de casi todas sus epístolas. Está muy generalizada la idea de que San Pablo sólo escribió sobre materia doctrinal y de controversia: la justificación, la elección, la predestinación, la profecía, etc. Tal idea es extremadamente errónea, y es una evidencia más de la ignorancia que sobre la Biblia muestra la gente de nuestro tiempo.
Los escritos del apóstol San Pablo están llenos de enseñanzas prácticas sobre las obligaciones cristianas de la vida diaria, y sobre nuestros hábitos cotidianos, el temperamento y la conducta entre los hermanos creyentes. Estas exhortaciones fueron escritas por inspiración de Dios para perpetua guía del creyente. Aquel que haga caso omiso de estas instrucciones, quizá se haga pasar por miembro de una iglesia o de una capilla, pero ciertamente no es lo que la Escritura llama una persona “santificada”.

La verdadera santificación se evidenciará en una atención habitual a las gracias activas…

… que el Señor Jesús de una manera tan hermosa ejemplificó, particularmente la gracia de la caridad.

“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” Juan 13.34-35

 El hombre santificado tratará de hacer bien en el mundo, disminuir el dolor y aumentar la felicidad en torno suyo. Su meta será la de ser como Cristo, lleno de mansedumbre y de amor para con todos; y esto no sólo de palabra sino de hecho, negándose a sí mismo.
Aquel que profesa ser cristiano, pero que con egoísmo centra su vida en sí mismo asumiendo un aire de poseer grandes conocimientos, y sin preocuparle si su prójimo se hunde o sabe nadar, si va al cielo o al infierno, con tal de que él pueda ir a la iglesia con su mejor traje y ser considerado un “buen miembro”, tal persona, digo, no sabe nada de lo que es la santificación. Puede ser considerada como santa en la tierra, pero ciertamente no será un santo en el cielo. No se dará el caso de que Cristo sea el Salvador de aquellos que no imiten su ejemplo. Una gracia de conversión real y una fe salvadora han de producir, por necesidad, cierta semejanza a la imagen de Jesús (Col.3.10).

La verdadera santificación se evidenciará también en una atención habitual a las gracias pasivas

Al referirme a las gracias pasivas me refiero a aquellas gracias que se muestran muy especialmente en la sumisión a la voluntad de Dios, como así también en la paciencia y condescendencia hacia los demás.
Pocas personas pueden hacerse una idea cabal sobre lo mucho que se nos dice respecto de estas gracias en el Nuevo Testamento y el importante papel que parecen desempeñar. Este es el tema que San Pedro nos desarrolla y presenta especialmente en sus epístolas.

“…Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían , no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” 1 Pedro 2.21-23

 Estas gracias pasivas se encuentran entre los frutos del Espíritu que San Pablo nos menciona en su Epístola a los Gálatas. Se nos mencionan nueve gracias de las cuales tres (tolerancia, benignidad, mansedumbre) son gracias pasivas (Gá. 5.22-23). Las gracias pasivas son más difíciles de obtener que las activas, pero su influencia sobre el mundo es mayor.
La Biblia nos habla mucho de estas gracias pasivas, y es en vano que hagamos alardes de santificación si en nosotros no existe el deseo de poseer tolerancia, benignidad y mansedumbre. Aquellos que continuamente se destapan con un temperamento agrio y atravesado, que dan muestras de poseer una lengua muy incisiva, llevando siempre la contra, siendo rencorosos, vengativos, maliciosos (y de los cuales el mundo está, por desgracia, demasiado lleno) los tales, digo, nada saben sobre la santificación.

Estas son las señales visibles de la persona santificada. No pretendo decir que se verán de una manera uniforme en todos los creyentes, ni que brillarán con todo su fulgor aun en los creyentes más avanzados. Pero sí que constituyen las señales bíblicas de la santificación, y que aquellos que no saben nada de ellas, bien pueden dudar de que en realidad tengan gracia alguna.
La verdadera santificación es algo que se puede ver, y las características que he procurado esbozar son, más o menos, las de una persona santificada.



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