En esta oportunidad quiero compartirte un artículo muy completo de J. C Ryle. Por ser un tanto extenso me he propuesto dividirlo en cuatro entradas para que puedas aprovechar mucho mejor la lectura. Recuerda que si no cuentas con tu Biblia en estos momentos, al hacer click en cada versículo de color rojo se te redirigirá, en una nueva ventana, a una Biblia online.
Desde ya, tus comentarios serán de gran valor y bien recibidos.
La santificación
Aquel que se imagina que Cristo vivió, murió y resucitó para obtener solamente la justificación y el perdón de los pecados de su pueblo, tiene todavía mucho que aprender, y está deshonrando, lo sepa o no, a nuestro bendito Señor, pues coloca a su obra salvadora en un plano incompleto.
El señor Jesús ha tomado sobre sí todas las necesidades de su pueblo; no sólo los ha librado con su muerte de la culpa de sus pecados, sino que también al poner en sus corazones el Espíritu Santo, los ha librado del dominio del pecado. No sólo los salva, sino que también los santifica. El no sólo es su justificación, sino también su santificación
"Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención" 1 Corintios 1.30
Esto es lo que la Biblia dice: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.” “… así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento de agua por la palabra”. “Cristo se dio a sí mismo para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí a un pueblo propio, celoso de buenas obras”… “quien llevó El mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia…” “ahora Cristo os ha reconciliado en su cuerpo de carne por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de El” (Jn. 17.19; Ef. 5.25-26; Tit. 2.14; 1 Pe. 2.24; Col. 1.21-22).
La enseñanza de estos versículos es bien clara: Cristo tomó sobre sí, además de la justificación, la santificación de su pueblo. Ambas cosas ya estaban previstas y ordenadas en aquel “pacto perpetuo” del que Cristo es el Mediador. Y en cierto lugar de la Escritura se nos habla de Cristo como el que “santifica” y de su pueblo como “los que son santificados” (Hebreos 2.11).
¿Qué es lo que quiere decir la Biblia cuando habla de una persona santificada?
Para contestar esta pregunta diremos que la santificación es aquella obra espiritual interna que el Señor Jesús hace a través del Espíritu Santo en aquel que ha sido llamado a ser un verdadero creyente. El Señor también lo separa de su amor natural al pecado y al mundo, y pone un nuevo principio en su corazón, que lo hace apto para el desarrollo de una vida devota. Para efectuar esta obra El Espíritu se sirve, generalmente, de la Palabra de Dios, aunque algunas veces usa de las aflicciones y de las visitaciones providenciales “sin palabra” (1 Pedro 3.1). La persona que experimenta esta acción de Cristo a través de su Espíritu, es una persona “santificada”.
El tema que tenemos por delante es de una importancia tan vasta y profunda, que requiere delimitaciones propias, defensa, claridad, y exactitud. Para despejar la confusión doctrinal (que por desgracia tanto abunda entre los cristianos) y para dejar bien sentadas las verdades bíblicas sobre el tema que nos ocupa, daré a continuación una serie de proposiciones sacadas de la Escritura, las que son muy útiles para una exacta definición de la naturaleza de la santificación.
1- La santificación es resultado de una unión vital con Cristo
Esta unión se establece a través de la fe.
"… el que permanece en mí, y yo en él, este lleva mucho fruto…" Juan. 15.5
El pámpano que no lleva fruto, no es una rama viva de la vid. Ante los ojos de Dios, una unión con Cristo meramente formal y sin fruto, no tiene valor alguno. La fe que no tiene una influencia santificadora en el carácter del creyente no es mejor que el creer de la forma en que lo hacen los demonios: es una fe muerta, no es el don de Dios, no es la fe de los elegidos. Donde no hay una vida santificada, no hay una fe real en Cristo. La verdadera fe obra por el amor, y es movida por un profundo sentimiento de gratitud por la redención. La verdadera fe constriñe al creyente a vivir para su Señor y le hace sentir que todo lo que puede hacer por Aquel que murió por sus pecados no es suficiente. Al que mucho se le ha perdonado, mucho ama. El que ha sido limpiado con Su sangre, anda en luz. Cualquiera que tiene una esperanza viva y real en Cristo se purifica, como El también es limpio (Stg. 2.17-20; Tit. 1.1; Gá. 5.6; 1 Jn. 1.7; 3.3).
2- La santificación es el resultado y la consecuencia inseparable de la regeneración
El que ha nacido de nuevo y ha sido hecho una nueva criatura, ha recibido una nueva naturaleza y un nuevo principio de vida. La persona que pretende haber sido regenerada y que, sin embargo, vive una vida mundana y de pecado, se engaña a sí misma; las Escrituras descartan tal concepto de regeneración. Claramente nos dice San Juan que el que “ha nacido de Dios no practica el pecado, ama a su hermano, se guarda a sí mismo y vence al mundo” (1 Jn. 2.29; 3.9-15; 5.4-18).
En otras palabras, si no hay santificación, no hay regeneración; sino se vive una vida santa, no hay un nuevo nacimiento. Quizá para muchas mentes estas palabras sean duras pero, lo sean o no, lo cierto es que constituyen la simple verdad de la Biblia. Se nos dice en la Escritura que el que ha nacido de Dios, “no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios” (1 Jn.3.9).
3- La santificación constituye la única evidencia cierta de que el Espíritu Santo mora en el creyente
La presencia del Espíritu Santo en el creyente es esencial para la salvación.
“Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” Romanos 8.9
El Espíritu nunca está dormido o inactivo en el alma: siempre da a conocer su presencia por los frutos que produce en el corazón, carácter y vida del creyente. Nos dice San Pablo: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gá. 5.22-23). Allí donde se encuentran estas cosas, allí está el Espíritu; pero allí donde no se ven estas cosas, es señal segura de muerte espiritual delante de Dios.
Al Espíritu se lo compara con el viento y, como sucede con éste, no podemos verlo con los ojos de la carne. Pero de la misma manera en que notamos que hay viento por sus efectos sobre las olas, los árboles y el humo, así podemos descubrir la presencia del Espíritu en una persona por los efectos que produce en su vida y conducta. No tiene sentido decir que tenemos el Espíritu si no andamos también en el Espíritu (Gá. 5.25). Podemos estar bien seguros de que aquellos que no viven santamente, no tienen el Espíritu Santo. La santificación es el sello que el Espíritu Santo imprime en los creyentes.
“Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” Romanos 8.14
4- La santificación constituye la única evidencia cierta de la elección de Dios
Los nombres y el número de los elegidos son secretos que Dios en su sabiduría no ha revelado al hombre. No nos ha sido dado en este mundo el hojear el libro de la vida para ver si nuestros nombres se encuentran en él. Pero hay una cosa plenamente clara en lo que a la elección concierne: los elegidos se conocen y se distinguen por sus vidas santas. Expresamente se nos dice en las Escrituras que son “elegidos… en santificación del Espíritu…” “escogidos… para salvación, mediante la santificación por el Espíritu…” “… los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo…” “… nos escogió… antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos…”. De ahí que cuando Pablo vio “la obra de fe” y el “trabajo de amor” y “la esperanza” paciente de los creyentes de Tesalónica, podía concluir: “Porque conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección” (1 P. 1.2; 2 Ts. 2.13; Ro. 8.29; Ef. 1.4; 1Ts.1.3-4).
Si alguien se gloría de ser uno de los elegidos de Dios y, habitualmente y a sabiendas, vive en pecado, en realidad se engaña a sí mismo, y su actitud viene a ser una perversa injuria a Dios. Naturalmente, es difícil conocer lo que una persona es en realidad, pues muchos de los que muestran apariencia de religiosidad, en el fondo no son más que empedernidos hipócritas. De todos modos podemos estar seguros de que, si no hay evidencias de santificación, no hay elección para salvación.
5- La santificación es algo que siempre se deja ver
“Porque cada árbol se conoce por su fruto” Lucas. 6.44
La humildad del creyente verdaderamente santificado puede ser tan genuina que en sí mismo no vea más que enfermedad y defectos; y al igual que Moisés, cuando descendió del monte, no se dé cuenta de que su rostro resplandece. Como los justos en el día del juicio final, el creyente verdaderamente santificado creerá que no hay nada en él que merezca las alabanzas de su Maestro: “… ¿cuándo te vimos hambriento y te sustentamos…?” (Mt. 25.37). Ya sea que el mismo lo vea o no, lo cierto es que los otros siempre verán en él un tono, un gusto, un carácter y un hábito de vida, completamente distinto de los de los demás hombres. El mero suponer que una vida pueda ser “santa” sin una vida y obras que lo acrediten, sería un absurdo, un disparate. Una luz puede ser muy débil, pero aunque sólo sea una chispita, en una habitación oscura se la verá. La vida de una persona puede ser muy exigua, pero aún así se percibirá el débil latir del pulso. Lo mismo sucede con una persona santificada: su santificación será algo que se verá y se hará sentir, aunque a veces ella misma no pueda percatarse de ello. Un “santo” en el que sólo puede verse mundanalidad y pecado es una especie de monstruo que no se conoce en la Biblia.
6- La santificación es algo por lo que el creyente es responsable
Y aquí no se me entienda mal. Sostengo firmemente que todo hombre es responsable delante de Dios; en el día del juicio los que se pierdan no tendrán excusa alguna; todo hombre tiene poder para “perder su propia alma” (Mt. 16.26). Pero también sostengo que los creyentes son responsables (y de una manera eminente y peculiar) de vivir una vida santa; esta obligación pesa sobre ellos. Los creyentes no son como las demás personas (muertas espiritualmente), sino que están vivos para Dios, y tienen luz, conocimiento y un nuevo principio en ellos. Si no viven vidas de santidad, ¿de quién es la culpa? ¿A quién podemos culpar, si no a ellos mismos? Dios les ha dado gracia y les ha dado una nueva naturaleza y un nuevo corazón; no tienen, pues, excusa para no vivir para Su alabanza. Este es un punto que se olvida con mucha frecuencia. La persona que profesa ser cristiana, pero adopta una actitud pasiva, y se contenta con un grado de santificación muy pobre (si es que aún llega a tener eso) y fríamente se excusa con aquello de que “no puede hacer nada”, es digna de compasión, pues ignora las Escrituras. Estemos en guardia contra esta noción tan errónea. Los preceptos que la Palabra de Dios dirige e impone a los creyentes, se dirigen a éstos como seres responsables y que han de rendir cuentas. Si el Salvador de pecadores nos ha dado una gracia renovadora, y nos ha llamado por su Espíritu, podemos estar seguros de que es porque El espera que nosotros hagamos uso de esta gracia y no nos echemos a dormir. Muchos creyentes “contristan al Espíritu Santo” por olvidarse de esto y viven vidas inútiles y desprovistas de consuelo.
¡Continuará en la próxima entrada!
No hay comentarios:
Publicar un comentario