miércoles, 26 de junio de 2013

Cómo educar a los hijos para Dios


Por Edward Payson (1783-1827)

“Lleva este niño y críamelo, y yo te lo pagaré”. Éxodo 2:9

Estas palabras fueron dichas por la hija de Faraón a la madre de Moisés. Es muy probable que no sea
necesario informarle de las circunstancias que las ocasionaron. Seguramente no es necesario decirle que al
poco tiempo de nacer este futuro líder de Israel sus padres se vieron obligados, por la crueldad del rey egipcio, a esconderlo en una arquilla de juncos a la orilla del río Nilo. Estando allí, fue encontrado por la hija de Faraón. Su llanto infantil la movió a compasión con tanto poder que decidió no sólo rescatarlo de una tumba de agua, sino educarlo como si fuera de ella. Miriam, la hermana de Moisés, quien había observado todo sin ser vista, se acercó ahora como alguien que desconocía las circunstancias que habían ocasionado que el niño estuviera allí.
Al escuchar la decisión de la princesa, Miriam ofreció conseguir una mujer hebrea para que cuidara al niño hasta tener edad suficiente como para aparecer en la corte de su padre. Este ofrecimiento fue aceptado, por lo que Miriam fue inmediatamente y llamó a la madre a quien la princesa le encomendó el niño con las palabras de nuestro texto: “Lleva este niño y críamelo, y yo te lo pagaré”.

Con palabras similares, mis amigos, se dirige Dios a los padres de familia. A todos los que les da la bendición de tener hijos, dice en su Palabra y por medio de la voz de su providencia: “Lleva este niño y edúcalo para mí, y yo te lo pagaré”. Por lo tanto, usaremos este pasaje para mostrar lo que implica educar a los hijos para Dios.
Lo primero que implica educar a los hijos para Dios es...


Tener conciencia y una convicción sincera, de que son propiedad de él, hijos de él más bien que nuestros. 
Nos encarga su cuidado por un tiempo, con el mero propósito de formarlos de la misma manera como ponemos a nuestros hijos bajo el cuidado de maestros humanos con el mismo propósito. A pesar de lo cuidadoso que seamos para educar a los hijos, no podemos decir que los educamos para Dios a menos que creamos que son de él, porque si creemos que son exclusivamente nuestros los educaremos para nosotros mismos y no para él. Saber que son de él es sentir profundamente y estar persuadidos de que él tiene un derecho soberano de hacer con ellos lo que quiere y de quitárnoslos cuando él disponga. Que son de él y que posee él este derecho es evidente según innumerables pasajes de las Sagradas Escrituras. Éstas nos dicen que Dios es el que forma nuestro cuerpo y es el Padre de nuestro espíritu, que todos somos sus hijos, y que, en consecuencia, no somos nuestros, sino de él.
También nos aseguran que tal como es de él el alma del padre y la madre, de él es el alma de los hijos. Dios reprendió y amenazó varias veces a los judíos porque sacrificaban los hijos de él en el fuego de Moloc (Eze. 16:20-21). A pesar de lo claro y explícito que son estos pasajes, son pocos los padres que parecen sentir su fuerza. Son pocos los que parecen sentir y actuar como si tuvieran conciencia de que ellos y los suyos son propiedad absoluta de Dios, que ellos son meramente padres temporarios de sus hijos, y que, en todo lo que hacen para ellos, debieran estar actuando para Dios. Pero resulta evidente que tienen que sentir esto antes de poder criar a sus hijos para él, porque ¿cómo pueden educar a sus hijos para un ser cuya existencia no conocen, cuyo derecho a ellos no reconocen y cuyo carácter no aman?

Una segunda implicación, muy relacionada con lo anterior de educar a los hijos para Dios, se trata de dedicarlos o entregarlos sincera y seriamente para ser de Él eternamente.
Ya hemos demostrado que son propiedad de él y no nuestra. Al decir, dedicarlos a él, queremos decir sencillamente que reconocemos explícitamente esta verdad o que reconocemos que los consideramos enteramente de él y que los entregamos sin reservas a él para el tiempo y la eternidad... Si nos negamos a dárselos a Dios, ¿cómo podemos decir que los educamos para él?

En tercer lugar, si educamos a nuestros hijos para Dios, tenemos que hacer todo lo que hacemos por ellos basados en motivaciones correctas.
Casi la única motivación que las Escrituras consideran correcta es hacerlo para la gloria de Dios y tener un anhelo devoto de promoverla; y no consideran que nada se hace realmente para Dios que no fluye de esta fuente. Sin esto, por más ejemplar que sea, no hacemos más que dar fruto para nosotros mismos y no somos más que una vid sin vida. Por lo tanto, tenemos que ser gobernados por esta motivación al educar a nuestros hijos si queremos educarlos para Dios y no para nosotros mismos. En todos nuestros cuidados, labores y sufrimientos por ellos, una consideración por la gloria divina debe ser el incentivo principal que nos mueve. Si actuamos meramente basados en nuestro afecto paternal y maternal, no actuamos basados en un principio más elevado que el de los animales irracionales a nuestro alrededor, muchos de los cuales parecen amar a sus hijos con no menos ardor ni estar menos listos para enfrentar peligros, esfuerzos y sufrimientos para promover su felicidad que nosotros para promover el bienestar de los nuestros.
Pero si el afecto paternal puede ser santificado por la gracia de Dios y las obligaciones paternales santificadas por un anhelo de promover su gloria, entonces nos elevamos por encima del mundo irracional para ocupar nuestro lugar correcto y poder educar a nuestros hijos para Dios. Aquí, mis amigos, podemos observar que la verdadera religión, cuando prevalece en el corazón, santifica todo. Hace que aun las acciones más comunes de la vida sean aceptables a Dios y les da una dignidad e importancia que en sí mismas no merecen... Por lo tanto, el cuidado y la educación de los hijos, por más insignificantes le parezcan a algunos, deben realizarse teniendo en cuenta la gloria divina. Cuando así se hace, se convierte en una parte importante de la verdadera religión.

En cuarto lugar, si hemos de educar a nuestros hijos para Dios, tenemos que educarlos para su servicio.
Los tres puntos anteriores que hemos mencionado se refieren principalmente a nosotros mismos y nuestras motivaciones. Pero este punto tiene una relación más inmediata con nuestros hijos mismos. A fin de capacitarnos para instruir y preparar a nuestros hijos para el servicio de Dios, tenemos que estudiar diligentemente su Palabra para asegurarnos de lo que él requiere de ellos, tenemos que orar con frecuencia pidiendo la ayuda de su Espíritu para ellos al igual que para nosotros... Hemos de cuidarnos mucho de decir o hacer algo que pueda, ya sea directa o indirectamente, llevarlos a considerar la religión como algo de importancia secundaria. Por el contrario, hemos de trabajar constantemente para poner en sus mentes la convicción de que consideramos la religión como la gran ocupación de la vida, el favor de Dios como el único objetivo al cual apuntamos y el disfrutar de él de aquí en adelante como la única felicidad, mientras que, en comparación, todo lo demás es de poca consecuencia, no obstante lo importante que de otro modo sea.

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